Por
Pedro
A. Flores Cueva
La
mañana del sábado 18 de Febrero de 1939 el presidente Oscar R. Benavides se
despedía, en Palacio de Gobierno, de sus
edecanes y del ministro de Gobierno General Antonio Rodríguez Martínez. Partía
hacia el Callao para de allí enrumbar hacia alta mar donde pasaría el fin de semana de carnavales. Al
momento de despedirse le diría: “General Rodríguez le dejo Palacio, cualquier
novedad me comunica inmediatamente” “No se preocupe Sr, Presidente, vaya Ud.
sin ningún cuidado” acoto imperturbable el militar.
En
la advertencia de Benavides había un tono de inquietud. Conducía el Gobierno desde Abril de 1933, cuando el
comandante Luis Sánchez Cerro fue asesinado por Abelardo Mendoza, militante
aprista de 17 años, en el Hipódromo de Santa Beatriz, luego de pasar revista a
los conscriptos que iban a luchar a Colombia. En 1936 desconoció el triunfo
electoral de Luis Antonio Eguiguren y prolongo su mandato. Los rumores para
continuar en ella sin plazos ni términos eran cada vez más insistentes. Por
todo esto el ambiente estaba convulsionado, teñido de sangre y crispación. No
había un momento de sosiego y reposo. Hacía
seis años que dirigía los destinos del país en medio de conspiraciones,
sospechas y levantamientos. El lema de su Gobierno: unidad, orden y paz era más
ficción que realidad.
Pero
aquella mañana no sospecho nada. Rodríguez era el hombre de confianza. No en vano se le había
encargado la delicada responsabilidad de garantizar y preservar la seguridad
interna. El militar en corto tiempo hizo una exitosa carrera, más a la sombra
de poder que por meritos personales. Hasta el azar lo favoreció. En Marzo de
1931 en el atentado frustrado a Sánchez
Cerro, cuando salía de una iglesia en Miraflores, se encontraba a su lado. Era compadre y edecán del presidente. Una bala impacto en su pierna. La cojera más que un
defecto, era una credencial. Al año siguiente cuando mataron al presidente lo acompañaba como Jefe de la Casa Militar. Estas circunstancias providenciales confirieron a su
figura un halito de leyenda que
favorecieron el ascenso rápido e inesperado
en la filas del ejército.
La
carrera la iniciaría quince años atrás en un pueblo remoto de las serranías de
Ancash. Siendo capitán fue nombrado, a mediatos de la década del veinte, Jefe
de la Circunscripción Territorial Provincial de Pomabamba. Los que lo trataron
en esa ocasión cuentan que era un hombre sencillo, de trato afable,
de mediana estatura, los bigotes bien retocados le conferían un semblante de
seriedad. De ánimo distendido. Nada hacía presagiar un destino discurriendo por
los intrincados laberintos de la conspiración. Solía pasear en los atardeceres
crepusculares bajo la sombra de los frondosos cedros que descollaban en el centro de la desolada
plaza de armas. Más tarde arribarían su hermana Lucia con su esposo, un médico apellidado
Buckingham. Ella era una mujer
muy joven y hermosa. De hablar cantarina. El esposo, de costumbres austeras, trabajó
muchos meses atendiendo a una población carente de los elementales servicios de
salud. Diez años antes un colega suyo, Carlos Oquendo Álvarez, se había inmolado en el intento de mejorar los
males de una población mayoritariamente pobre. Para el médico, de ascendencia
inglesa, la mejor recompensa a sus afanes era gozar de la calidez de la gente, del verdor
del paisaje y la limpidez del cielo azul.
En
el tiempo que vivió en Pomabamba el capitán sería testigo de la emergencia de los movimientos
sociales locales. Vio la lucha de los artesanos contra el gamonalismo imperante. Se comprometió con las ilusiones y
expectativas de su pueblo. Más de una
vez organizó cuadrillas para los
trabajos de la carretera. Sueño que luego se tornaría en una frustración
padecida por muchas décadas. Aquellas experiencias lo marcarían para siempre:
sensibilizo su alma y agito su conciencia. Fue determinante para ingresar a la
política. Sabía que era un escenario fangoso y movedizo, pero si quería llegar
a una orilla de decoro y dignidad tenía que cruzar el charco. Sin poder todo
esfuerzo estaba condenado al fracaso. Allí se propuso conquistarla para
sacudir a la patria del marasmo y la
apatía.
En
la reunión de despedida confeso que
nunca olvidaría a aquel pueblo, donde vivió los momentos más felices de su vida.
En su rostro asomaba un gesto ambiguo y sombrío, so do la cercaneportados o encarcelados.como si
presintiera un porvenir incierto.” Lo mejor que me llevo de ustedes es vuestra
calidez, la hospitalidad franca, espontánea. Recordaré el fervor y colorido de
las fiestas, la melodía jubilosa de vuestra música. Les digo que he sido muy
feliz” concluyo entre aplausos y miradas expectantes de los amigos y colegas.
Se marcho una mañana lluviosa, montado en un caballo bayo, guiado por un
arriero. Su figura se internaba pausadamente por una llanura solitaria
impregnada de bruma y melancolía.
Años
después el destino lo ubico en la disyuntiva de asumir la tarea más dura en la conducción del
país. Fue nombrado por Benavides ministro de Gobierno. Acentuó la represión a
los partidos proscritos, como el Apra a quien se había negado su participación
en las elecciones de 1936 aduciendo la
condición de partido internacional. Haya de la Torre estaba en la clandestinidad.
Los demás dirigentes eran vigilados, perseguidos, deportados o encarcelados. En
medio de esa efervescencia, de resistencias, de delaciones e intimidaciones, el
general Rodríguez va siendo ganado por el convencimiento que el Perú debía retornar por los cauces democráticos.
Para eso decide contactarse con Haya. Se dice que
conocía su refugio, pero nunca mando a los esbirros a capturarlo. Lo podía
haber hecho. Tenía la información y los medios para hacerlo. Buscó los
contactos. Ubico a Manuel Cenzano y a César Atala, empresarios mineros
huancavelicanos, quienes participaban de las sesiones espirituosas, donde acudía
Haya. En una de esas noches se encontraron, frente a frente, el acosado y el
perseguidor. Allí hablaron, al principio
calculadamente. En ambos primaba una natural desconfianza. Rodríguez hablaría con mayor énfasis acerca de la necesidad de
derrocar a Benavides. Haya escuchaba, media cada palabra, indagaba, preguntaba,
hasta tener la evidencia acerca de la sinceridad de las intensiones del
militar. Experto en las conspiraciones, reconocía
y alentaba su contribución decisiva para el éxito del levantamiento. “El país
entero se lo reconocerá. Allí no hay traición. Es un aporte patriótico. Eso es
lo que prima y, finalmente, será reconocido y tributado por los pueblos” sentenciaba
el líder aprista con su habitual elocuencia. Coinciden en la ilegalidad del
Gobierno y conjeturan que Benavides quiere perpetuarse en el poder. Para eso
cuenta con el soporte de los militares y banqueros. Al amanecer habían acordado
la caída del tirano.
Ahora toca definir el rol de cada uno de ellos
en la sublevación. El Apra entregará
militantes, hombres fogueados en la resistencia pertinaz. Rodríguez
ofrece ganarse a jefes del Ejército, la Marina y la Aviación. Se compromete a
asumir la conducción de la sublevación. Si gana tomara el poder
provisionalmente, para luego convocar a elecciones. Formará un gabinete de transición,
encabezado por José Gálvez e integrado por gente de credencial democrática y de
trayectoria prestigiada. Todo está preparado. Solo falta la oportunidad.
Llegó el momento. El presidente partía el sábado a medio día para un paseo en
alta mar. Esa noche, desde los clubs que rodeaban la plaza de armas se
escuchaba la música estridente y desbordante de los carnavales. En Palacio se
hallaba el general. Esperaba el amanecer. Ya todo estaba preparado para el
levantamiento. Tenía el apoyo de las
guarniciones de Lima. Aquella mañana Rodríguez sale al Patio de Honor de Palacio, cuando la banda tocaba las notas
de la Marcha de la Bandera, premunido de armas y escoltado por soldados leales.
Lleva en uno de los bolsillos el Manifiesto a la Nación.
Pero
el libreto de la insurrección no se cumple. Se comete graves errores
estratégicos. La radio estatal no fue intervenida para propalar el mensaje al
país. Seguía con su programación habitual. Los militantes y el pueblo que Haya
ofreció brillaron por su ausencia. Los cuarteles militares no se plegaron
a la
revolución. No se previó la detención del Jefe de la Guardia de Asalto,
mayor de la policía Luis Rizo Patrón. Precisamente este aparece portando una
ametralladora conminándole rendición al General. No acata, al contrario, le
increpa de traidor y canalla. La respuesta fue una descarga. El cuerpo de
Rodríguez, casi partido en dos, cayó pesadamente. Apenas pudo articular, entre
efusiones de sangre, algunas palabras inaudibles. Aquella agonía seria un pasaje
al sueño donde discurrirían escenas de una vida azarosa. Acaso recordaría los
momentos felices que paso en aquel pueblo perdido en las estribaciones de los
andes, vería tenuemente sus paisajes, su gente, el verdor de la floresta, el
cielo azul. Una lenta sombra nublo sus ojos para siempre. Partió cuando las fiestas de carnavales
concluían y las cadencias de una música remota
languidecían. Algunos hombres y mujeres, cubiertos de gorros y serpentinas, caminaban
morosamente por las calles solitarias de
ciudad. El motín había sido conjurado sin que nadie se diera cuenta.
En
la tarde arribo Benavides. Presuroso dispuso que los restos del militar
sublevado fueran enterrados con la mayor discreción. Se formó una Corte Marcial. Los conspirados
fueron detenidos masivamente. Haya seguía en la clandestinidad. Benavides, en
un instante de sensatez, decidió parar la represión. Esto no conduciría a nada
bueno. Al contrario el país ingresaría a una espiral de violencia indetenible.
La polarización abriría en la sociedad brechas insalvables. Reflexiona, evalúa
y al mes siguiente convoca a elecciones generales para la designación de un
nuevo presidente.
El
General Rodríguez tuvo que morirse para
ganar la batalla.